Cuento sobre la tortuga tinglar en Puerto Rico
En la arena tibia de una playa del norte, justo cuando la luna llena tocaba el mar como un espejo, emergió del agua una silueta enorme y silenciosa: era Sombra, una vieja tinglar que regresaba a donde todo comenzó.
Habían pasado muchos años desde que se fue.
Había cruzado océanos, esquivado redes, seguido las corrientes del mundo.
Pero esa noche, como cada año, volvió a su playa natal para cumplir una promesa: dar nueva vida.
El viaje de regreso
Sombra avanzó lento, dejando una huella profunda con cada aletazo.
El mar la animaba con olas suaves.
Los cangrejos se escondían, respetando su paso.
Ella sabía exactamente a dónde ir, aunque nada en la playa estaba igual.
Las luces del hotel brillaban demasiado.
Había ruido, plástico, faroles.
Pero el instinto era más fuerte que el miedo.
La cuna de los sueños
Encontró un rincón oscuro entre dos matas de uva playera.
Allí, cavó con paciencia.
Puso uno a uno sus huevos, como pequeñas promesas enterradas en silencio.
Tapó el nido. Miró la luna.
Y antes de volver al mar, murmuró:
“Que una sola de ustedes llegue… y regrese.”
Semillas del futuro
Esa noche, nadie notó su paso.
Pero bajo la arena quedó la esperanza.
Días después, del nido salieron más de ochenta criaturas diminutas, agitadas y frágiles.
Corrieron hacia el agua como si ya supieran nadar.
La mayoría no lo lograría.
Pero una sí.
Una pequeña tinglar, con una mancha blanca sobre el caparazón, que giró la cabeza antes de zambullirse.
Su nombre era Eco.
Promesas que laten bajo la arena
Dicen que cuando una tinglar regresa a su playa natal, no es por costumbre.
Es porque alguien la llamó desde el pasado, y su promesa aún sigue viva.
¿Qué legado te gustaría dejar enterrado en la arena, esperando volver convertido en vida?