Donde nace un canto

En un rincón húmedo del bosque, donde la luna toca las hojas con luz de plata, vivía un coquí pequeñito llamado Clarín.
No era el más fuerte. Ni el más veloz. Ni el que tenía la voz más grande.

Clarín era… diferente.

Mientras sus hermanos comenzaban a cantar al caer la noche, él seguía callado, sentado bajo una hoja grande de yagruma.
—“¡Coquííííí!” gritaban todos.
—“¡Coquííííí!” respondía el bosque.
Pero Clarín solo cerraba los ojos y escuchaba. Escuchaba el viento, el río, las estrellas.

Un coquí que no cantaba

Los demás coquíes empezaron a burlarse de él.
—“¿No sabes cantar?”
—“¿Tienes miedo de que nadie te escuche?”
Clarín no respondía. Solo miraba hacia el cielo.
No es que no supiera cantar. Es que estaba esperando algo.

La noche más silenciosa

Una noche, el bosque se quedó mudo. Una tormenta había dañado muchas ramas. Los sonidos estaban apagados. No se oían ni grillos, ni aves, ni ranas.
Era como si el corazón del bosque hubiera dejado de latir.

Y entonces, desde debajo de su hoja, Clarín cantó por primera vez:

“co… quí… co… quí…”

No era fuerte.
No era perfecto.
Pero fue suficiente para despertar el eco de la vida.
Uno a uno, los otros coquíes fueron respondiendo.
El bosque respiró otra vez.

El canto más puro

Desde esa noche, todos supieron que Clarín no era menos. Era distinto.
Él no cantaba por costumbre.
Cantaba cuando el bosque lo necesitaba.
Cantaba con el alma.

Cuando llega tu momento

Cuentan que, en las noches más tranquilas de Borikén, un eco suave se cuela entre las hojas.
No es cualquier coquí: es una voz que despierta al bosque cuando más lo necesita. Hasta el más callado puede traer de vuelta la música del bosque.

A veces, el valor no está en hablar primero, sino en esperar el momento exacto para hacerlo.

¿Qué melodía guardas tú, esperando su instante para nacer?