La magia del canto boricua
En lo más profundo de una isla encantada, donde las estrellas bailan con las palmas y las montañas susurran versos al mar, vivían cuatro coquíes. Aunque venían de distintos rincones y realidades, algo los unía: el deseo de cantarle a su tierra… juntos, como hermanos.
Don Tito, el Coquí de la Montaña
Don Tito vivía en las alturas de Adjuntas, donde el aire es fresco y el café es bendición. Su cueva estaba entre hojas de yagrumo y helechos dormilones. Era un coquí viejo, sabio y de voz grave, como tambor de plena. Había cantado toda su vida para el bosque, pero sentía que su canto debía llegar más lejos.
—“Uno canta por lo que ama, pero ¿quién nos escucha allá abajo?” —se preguntaba mirando las luces de la costa desde la loma.
Una noche, escuchó una melodía lejana… y supo que no estaba solo.
Lulú, la Coquí del Caserío
Lulú nació en el corazón de Bayamón, entre edificios, risas y reggaetón. Saltaba entre tendederas y techos calientes, con ritmo en el cuerpo y fuerza en la voz. Su canto era agudo y chispeante, como fueguitos de San Juan.
—“Aquí la vida es fuerte, pero el alma canta aunque esté apretá.” —decía, mientras afinaba su voz en una botella vieja.
Una madrugada escuchó una nota larga, montuna, que le erizó la piel. Sin saber por qué, saltó rumbo a las montañas.
Juano, el Coquí Pescador
Juano vivía entre mangles de Salinas. Había aprendido a cantar con el vaivén del mar y el canto de los cangrejos violinistas. Vivía solo, sencillo, con un sombrero de coco partido y una hamaca de hilo de pescar.
Cada noche miraba al horizonte, donde el sol se escondía en oro.
—“El mar tiene secretos, pero yo quiero que el mundo escuche lo mío.”
Una noche, mientras flotaba en una hoja de almendro, escuchó un eco dulce desde tierra adentro. Y sin pensarlo, remó con sus patas hacia él.
Clarita, la Coquí de Conservatorio
Clarita venía de San Juan, del Viejo San Juan para ser exactos, donde estudiaba música en el balcón de una casa colonial. La cuidaban mucho, pero ella soñaba con cantar más allá del pentagrama. Su canto era afinado, elegante, como un cuatro boricua tocado con alma.
—“La música es hermosa… pero falta calle, falta monte, falta río.”
Una tarde, en plena siesta, escuchó una nota salvaje y ancestral que no estaba en ningún libro. Fue suficiente para empacar sus notas y seguir su instinto.
La Gran Reunión
Por caminos distintos —cables eléctricos, ramas de guayaba, hojas flotantes y piedras musicales— los cuatro coquíes se encontraron en un claro escondido en el corazón de El Yunque.
Nadie habló.
Tito miró a Lulú.
Lulú sonrió a Juano.
Juano hizo un guiño a Clarita.
Y Clarita… alzó la nota.
Uno por uno se unieron. Sin partituras. Sin director.
Un canto boricua, profundo, mezclado.
Un canto que venía de lo más puro del alma.
“Coquí… coquí… coquí…”
Y el eco cruzó montañas, ciudades, playas y hasta el viento lo llevó a Nueva York.
CANTO QUE NO MUERE
Cuando el canto de los coquíes retumba con fuerza en la noche, es porque Tito, Lulú, Juano y Clarita se han reunido otra vez. Unidos, le recuerdan al mundo que Puerto Rico no es solo un lugar… es una melodía viva que nunca deja de sonar en el corazón.