Cuento sobre el guabairo de Puerto Rico
En lo profundo del Bosque Seco de Guánica, donde el viento juega a esconderse entre los cactus y las ceibas, vivía un ave que casi nadie había visto.
No porque fuera tímido, ni porque se escondiera, sino porque el mundo ya no sabía mirar.
Lo llamaban Don Guabairo.
Y aunque tenía alas como todas las aves, él prefería caminar en silencio bajo la luna.
El guardián de la noche
Don Guabairo no cantaba como el coquí ni brillaba como la luciérnaga.
Su canto era un susurro.
Un “chuk-chuk” apagado que se confundía con las piedras.
Era el centinela de la noche.
El que vigilaba que los grillos no se pasaran de tono.
El que calmaba a las lechuzas cuando se ponían dramáticas.
Pero cada vez lo escuchaban menos.
Y eso lo ponía triste.
La niña que lo vio
Una noche sin electricidad, cuando la luna era lo único encendido en el cielo, una niña llamada Amapola caminaba descalza por el monte con su abuelo.
—Escucha… —dijo él—.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Don Guabairo.
Ella abrió los ojos.
Miró hacia los matorrales.
Y entonces, por un segundo, lo vio.
Pequeño. Marrón. Con ojos grandes y serenos.
Como si llevara siglos esperando ser notado.
El secreto de la invisibilidad
Don Guabairo no era invisible por magia.
Era invisible por olvido.
Pero esa noche, Amapola le regaló una sonrisa, y con eso bastó.
Desde entonces, cada vez que alguien en Puerto Rico apaga el ruido y escucha el silencio…
él vuelve a cantar.
Susurro de la Noche
Cuentan que quien escucha al guabairo en la penumbra guarda un corazón paciente.
No busca con prisa, no fuerza el momento… simplemente espera, y en esa calma, lo imposible se deja ver.
Hay presencias que no se revelan bajo el bullicio, sino en el silencio que les abre un espacio.
Así, cada noche tranquila en Borikén guarda la promesa de que, si aprendemos a escuchar, el guabairo volverá a cantar para nosotros.
¿Qué cosas invisibles están esperando que las veas, justo ahí donde nunca habías mirado?